He creado el Blog para compartir mi admiración por este singular escritor español, creador de un mundo propio, poético e inquietante, de una obra que trasciende los límites del género breve, del simbolismo y de la literatura fantástica. (Marina Tapia)

martes, 11 de abril de 2017

Fantasmas de las Cuatro Suertes


Ángel tuvo la deferencia de dedicarme este hermoso relato perteneciente a su libro Breviario negro, esta historia de amor más allá de la muerte donde se dan poéticamente la mano tres de sus pasiones, el Japón tradicional, el romanticismo oscuro y lo fantástico.







FANTASMAS DE LAS CUATRO SUERTES


En las afueras de Okitsu, en una casita cerca del lindero del bosque, antaño vivía apaciblemente un matrimonio: Tokubei, un buen hombre que trabajaba al servicio del daimyō, había conocido la dicha en la persona de Hanako, llena de probidad y de una belleza cautivadora. Aunque la esposa era estéril, él la adoraba porque encontraron, en la pasión que sentían el uno por el otro, el contrapeso a la falta de hijos. Nadie en el poblado le reprochaba su condición de mujer piedra. Los vecinos la sabían a un tiempo gentil y franca, laboriosa y risueña, y tan poco despilfarradora que podría convertir las hojas secas en monedas. Hanako llevaba la casa y el huerto, tejía sus prendas y visitaba el templo a menudo para ofrendar a la divinidad Daikoku. Parecía no cansarse jamás. Y todo lo hacía con el delicado paso flotante de las cortesanas durante el paseo.

Un día de otoño, alertados por la fama de buen gobierno de aquel hogar, llegaron a Okitsu dos ladrones sobre el pontón del río. Uno, entrado en años, tenía un lobanillo en la mejilla y el otro era un muchacho enjuto y desdentado. Ambos deseaban mejorar la escasa fortuna de su vida crapulosa. En el hatillo no guardaban más que un tarro de fuerte bebida de batata y sendos puñales bajo los fajines mugrientos. Se escondieron en el bosque antes de ponerse el sol y esperaron hasta la Hora de la Rata, pasada la medianoche, para encaminarse a la vivienda. Tokubei se encontraba acompañando a su amo, el señor de Horikawa, en su viaje a la capital. Después de penetrar con sigilo a través de la pantalla de una ventana, los dos ladrones se abrieron camino y acecharon por la rendija del tabique corredizo del dormitorio. Al resplandor de la luna que cintilaba sobre la pequeña forma yaciente de Hanako, descubrieron su buena suerte, despertaron a la mujer y encendieron un farolillo de papel. Decididos a acometer el que sería su mejor robo, rebuscaron con ojos ávidos en todos los rincones, en las gavetas del viejo armario y los morteros de arroz, las esteras y la campana de arcilla, el pebetero y los cañizos. Como no apareció ni una moneda tras aquel ventarrón que dejó los aposentos en gran desorden, amenazaron a la mujer y la golpearon con crueldad. Orgullosa, ésta ahogó los gritos y reprimió el temblor, custodiando bajo llave en su pecho el lugar donde escondía las veinte monedas de cobre que representaban toda la hacienda del matrimonio. Ante tal desdén, el bandido del lobanillo sucumbió a la ira, sacó el puñal y le dio un hondo tajo a la mujer. Asustados por su propia acción, los dos ladrones arrojaron el cadáver de Hanako en el pozo del huerto, al que cayó como un pétalo blanco manchado de sangre, y huyeron de aquella casa con las manos vacías y la cara roja de rabia.


A su regreso, horrorizado, Tokubei creyó oír unos gemidos débiles pero desgarradores que salían del pozo. Logró izarla de la fría oscuridad y, desde ese momento, al menos en su mente, dedicó cada hora a prodigarle cuidados hasta que su esposa se restableció por completo. La tragedia vivida por Hanako, y su entereza, daban todavía más sentido a la veneración que Tokubei le profesaba. Únicamente deseaba abrazar día y noche a aquel ser sublime, llevarlo prendido a su vestimenta como un gallardete, un recordatorio del amor que nunca se acaba.

Transcurrió un año y medio. El ladrón más viejo había muerto en otra pendencia, a la puerta de un albergue de Asamimura, y el muchacho, desharrapado y famélico tras tantos tumbos, dio en pasar de nuevo por Okitsu. Cuando buscaba alivio al insoportable calor de los primeros días del verano, sus pies descalzos lo guiaron primero al bosque y luego a la vivienda que en el pasado intentó robar en vano. Estaba anocheciendo. El joven, sediento, apenas permaneció emboscado: en la casa, que mostraba el desaliño inconfundible del abandono, no se escuchaba ruido alguno y él, con despreocupación y ganas, bebió de una vasija que colgaba junto a la entrada. Para sorpresa suya, en el fondo de la vasija, como un poso brillante o unos fuegos fatuos atrapados en el agua, halló envueltas las veinte monedas de cobre. Atónito ante la inesperada suerte y creyendo el hogar vacío, el ladrón, avivado ahora por un fiero deseo de rapiña, accedió al interior a través del estrecho vano de la ventana que él mismo hendió la otra vez. Sin embargo, pronto advirtió una mortecina claridad en la estancia más alejada. Volvió a asomarse por la rendija del tabique corredizo. Como en las historias de aparecidos que tantas veces escuchó en las montañas de Niigata, la sangre se le heló en las venas y su semblante palideció: a la luz espectral de un farolillo de caña, contempló al matrimonio abrazado en el lecho. Tokubei, sin casaquilla alguna, demacrado, acunaba tiernamente el esqueleto de Hanako. Los huesos amarillentos de sus costillas, brazos y manos, las colgantes adherencias de su carne seca, las encías negras, los mechones de su cabello ralo y marchito, nada de eso parecía importunar a Tokubei, atado como estaba aún a Hanako por las sólidas cadenas del apego. Lo último que vio el muchacho fue a Tokubei susurrándole al cráneo de su esposa, besando su calavera con la dulcísima suavidad de los amantes que se cobijan inconsolables en sus eternidades. Aterrado por aquella horripilante escena, el ladrón abandonó la casa, dejó atrás el hatillo e incluso las monedas, corrió despavorido, como si se hubiera tropezado con un zorro duende, hasta internarse en el bosque y sentir el silbar de un extraño viento en los bambúes.


2 comentarios:

  1. Curiosamente es uno de mis cuentos favoritos de mi libro favorito de mi relatista favorito. Ahí me has dado

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  2. Me alegra ver que he dado en la diana, patamigo José Luis, y que te gusta este relato que tanto me emocionó que Ángel me dedicara.

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