He creado el Blog para compartir mi admiración por este singular escritor español, creador de un mundo propio, poético e inquietante, de una obra que trasciende los límites del género breve, del simbolismo y de la literatura fantástica. (Marina Tapia)

jueves, 27 de julio de 2017

Reseña doble de Las frutas de la luna, por Gärt


José Luis Gärtner es, posiblemente, uno de los más entusiastas conocedores de la obra de Ángel Olgoso: ha presentado sus libros en varias ocasiones, ha escrito reseñas sobre ellos (como la extensa que hoy traigo aquí, publicada con coda en la revista digital Tendencias 21) y colabora con él mano a mano en el Institutum Pataphysicum Granatensis. 


Sus reflexiones sobre la literatura -llenas de matices y a menudo apasionadas- envuelven armónicamente la lectura que hace de los relatos de Ángel, lo que en mi opinión potencia y enriquece estos textos escritos desde la admiración y el conocimiento.
La entrada va humildemente acompañada por algunas viejas ilustraciones mías y dos fotos alusivas.

Gärt y Olgoso, nutriendo la amistad


LAS FRUTAS DE LA LUNA: 
ORFEBRERÍA Y MAGIA

Ángel Olgoso publica un libro de relatos que deslumbra al intelecto. 

Para el autor granadino, frente a la perversión del lenguaje por parte de los poderes fácticos, es deber del escritor devolver a las palabras la magia que poseen intrínsecamente, la capacidad de deslumbrar al intelecto. En su libro de relatos “Las frutas de la luna” (Editorial Menoscuarto, 2013), Olgoso es fiel a este precepto al buscar su propio trayecto fuera de senderos marcados, y también al desarrollar con pulcritud de orfebre su narrativa.                             Por gärt.


La literatura de Ángel Olgoso evoluciona en sentido inverso a la norma mercantil según la cual la aceptación del hecho literario corre en paralelo al empobrecimiento del estilo. 

El estilo no es eso que hace que todos los libros de éxito parezcan escritos por la misma mano. Se trata más bien de aquello que hace que las palabras vertidas sobre el papel parezcan únicas. 

Tampoco es tan solo cuestión de saber combinarlas con pericia, es algo mucho más complejo, algo que hace reverberar la música que produce su sonido íntimo, que se apodera de los sentidos del lector y sumerge su espíritu en los abismos de la emoción. 

Nada de ello cae del cielo como la nieve. El estilo es producto de toda una vida volcada en la literatura, pues literatura sólo hay una, y nada tiene que ver con la resignación al argumento que padecemos ya desde el siglo XIX. 

Según Olgoso, frente a la perversión del lenguaje por parte de los poderes fácticos, es deber del escritor devolver a las palabras la magia que poseen intrínsecamente, la capacidad de deslumbrar al intelecto. 

En ese sentido, los relatos de Ángel Olgoso, labrados con la paciente entrega del orfebre, rebosan ya el tópico de la pulcritud. Hablar de pulcritud en este caso concreto, es ya un lugar común tan visitado como el fantasma de la “lucidez” en Francisco Ayala. Y lo peor es que nos vamos acostumbrando al despropósito de tratar de resumir el sentido de toda una obra literaria por medio de una sola palabra. 

Pues no, la genialidad no es una chispa divina que toque a los mortales de forma aleatoria. El único talento que conozco es aquel que proviene de la obstinación; y no siempre da resultados. Esa es la diferencia: mientras los demás divagamos en la vida, él escribe. 

El talento está en ese oficio –escribir no es un trabajo, sino un arduo oficio- que busca y encuentra su camino, cuando se sabe lo que se quiere saber y se escribe lo que se quiere escribir. Y eso no se logra dejándose arrastrar por criterios dominantes, sino más bien a fuerza de buscar el trayecto fuera de los senderos marcados. 

Tiene su riesgo -no lo vamos a negar- eso de circular contracorriente, pero también alberga una ventaja innegable: caminando en sentido contrario las ves venir de frente. Nadie dijo que la excelencia fuera un camino de rosas. Ser uno entre millones no es fruto de un día, es, a buen seguro, tan complicado como cultivar frutas en la luna. 

M. Tapia


Manjares lunares 


El maestro Olgoso no es de los que se duermen en los laureles. Con su nueva entrega de relatos, Las frutas de la luna (Menoscuarto, 2013), siempre a medio camino entre los mundos oníricos y las entelequias biográficas, el escritor de Cullar Vega ha descorchado la botella de su delirante universo interior, abriendo el paso a fragmentos que conjugan su reconocido lirismo con más de una efervescencia emocional. 

Ahí está el detalle –que diría Mario Moreno-, habida cuenta de que Olgoso administra lo pasional a base de redoma y alambique, en el caso de “Las frutas de la luna”, el escritor ha abierto las válvulas de escape, sin dejar, eso si, que el cauce se le vuelva torrencial, pero permitiendo que el fluido amniótico se deslice suavemente sobre el lecho escalonado, a modo de amplias gradas, que retienen levemente el cristalino arroyo de la prosa poética, dejándolo precipitarse en breves desniveles, a modo de una fina película. 

En otros términos, Ángel Olgoso es ya un consumado experto en el arte de aderezar sus relatos con versadas imágenes y sensaciones, sin caer en la fácil tentación del empalago. 

Las frutas de la luna, esos manjares cuyo sabor reconocen muy pocas papilas, albergan sabores, perfumes, texturas y músicas que nada tienen que ver con la melaza, el azúcar, la salsa de ketchup o la canción del verano. 

Obvio es decirlo; Ángel Olgoso nunca ha escrito ni escribirá libros de caballería. Eso, con seguridad, lo alejará (¡todo un drama!) de las listas de superventas. Ya conocemos, gracias al lapidario latino, que cierto tipo de mamífero artiodáctilo no siente el menor interés por las perlas.

M. Tapia


Un cuento gallego 


Atención especial merecería, bajo mi punto de vista, el extenso relato “El síndrome Lugrís” incluido en el libro que nos ocupa. No se trata en este caso de la extensión –cuarenta deliciosas páginas- lo que ha resultado más llamativo a este lector, sino más bien de la exhaustividad con que el autor ha cincelado un cuento que, desde la primera lectura, apunta a clásico. 

Por medio de un desdoblamiento del objetivo, bajo la apariencia de un juego entre la primera y la tercera persona, el desarrollo de la acción reflexiva, regala al perceptor la posibilidad de penetrar en el delirante imaginario de Manuel Lugrís, el personaje atormentado por una misteriosa percepción del rostro de sus semejantes. 

Bajo este soporte temático, el narrador, aparente sujeto pasivo, transgrede todas las fronteras descriptivas para involucrar al lector en el drama del protagonista. Nada de especial tendría esta pieza si no fuera por el alto grado de verismo que se esconde bajo densas descripciones, aromatizadas por la constante presencia del paisaje, el paisanaje, las luces y los manjares gallegos. Toda una conquista para un escritor sureño que, a modo del buen actor, acaba convenciendo al más escéptico de que quien habla no es él, sino ese personaje presuntamente secundario que Olgoso arraiga en tan poético escenario. 

El lector experimenta, desde el primer fraseo, la convicción de que está siendo llevado de la mano entre el verdín de los soportales compostelanos por un cicerone nacido y criado en esos lares. 

En ningún momento de la prodigiosa narración se adivina la impostura; jamás tiene uno la sensación de dejarse embaucar por falsetes ni simulaciones. Olgoso tiene que ser gallego -de Cullar Vega, por supuesto- mientras no se demuestre lo contrario. 

Y en semejante envoltura, de una formidable riqueza descriptiva, la voz omnisciente del personaje/cronista, sumerge al impávido voyeur en el vórtice de los dolorosos desvaríos de Manuel Lugrís, haciéndonos partícipes del hondo sentimiento de impotencia de aquel que es persona antes que demente. 

En esta vindicación del ser humano que la sociedad y la propia familia ocultan con un pudor indigno, hay mucho más que una labor creativa. El grado de compromiso de aquel que mueve los hilos, incumbe a la verosimilitud de toda la composición. No es necesario enloquecer para transmitir lo que ello significa, pero al menos hay que saber colocarse en ese lugar donde nadie quiere entrar para comprender los más opacos sentimientos. 

Al igual que en el relato "Materia oscura" donde el autor se sirve de una situación distópica para explicar de forma oblicua en qué lugar se encuentran las raíces de la interminable debacle social que nos ha tocado vivir, en "El síndrome Lugrís" se esconde aquello que no puede explicarse con simples palabras. El alma humana tiene tanta capacidad para la pesadilla -como se demuestra en "La pequeña y arrogante oligarquía de los vivos"- como para la ensoñación. 

Otrosí digo: A quienes gocen de la fortuna de tener entre sus manos esta primorosa y delicada gavilla de quimeras, encarecería la relectura de "Dybbuk". No solo por el inmenso valor que supone la capacidad de hacer mofa y befa de los propios miedos, sino porque a partir de una situación patafísica por excelencia (casi tanto como el autor) el asunto -puedo dar fe de su veracidad- adquiere una dimensión tan lógica como los sueños y tan absurda como la realidad. Toda una lección de literatura para quienes aún no lo tengan claro. 

Somos anhelo casi tanto como desasosiego. Tan cierto como que lo uno puede llevar a lo otro. Tal vez para sobrevivir a las pesadillas de la realidad tenemos al alcance de la mano las páginas con que Olgoso va tejiendo un caprichoso autorretrato maquillado por la precisión del verbo y la armonía del pensamiento.

M. Tapia


LA LUNA INACABADA 


Por múltiples razones que no vienen al caso, me veo en la coyuntura de escribir dos reseñas -diferentes, por supuesto- en la misma semana, sobre el mismo autor y acerca del mismo libro. 

El motivo de fondo es la inconveniencia de extenderse más de lo razonable cuando se trata de hacer crítica literaria. Es por ello que, en este caso, me gustaría referirme a un relato en particular y no al resto de ese libro llamado "Las frutas de la luna" del que, a buen seguro, se hablará y mucho. El relato lleva por título el inquietante nombre de "Las Montañas de los Gigantes a la caída de la tarde". 

Pues bien, aparte de las incuestionables calidades literarias a las que nos tiene acostumbrados el autor, Ángel Olgoso, este cuento posee ciertos matices que, a mi juicio, lo hacen particularmente interesante. 

La narración conduce al lector hasta la localidad sajona de Dresden, en pleno siglo XIX, donde se desarrolla una suerte de retrato costumbrista en torno al pintor alemán Caspar David Friedrich. Para llegar al citado escenario el autor utiliza tres planos narrativos, por medio de otros tres ficticios narradores que se van dando paso de forma escalonada. De esa manera, el lector realiza un viaje descendente desde el presente hasta el pasado, encadenando el pulso literario por medio de transposiciones temporales que cada uno de los narradores imprime a su particular visión de los hechos. 

Siendo los dos primeros, aquellos que incumben a un presente indefinido quienes hacen las veces de genuina introducción al relato final, la estructura dramática resulta tan bien hilada y superpuesta, que en ningún momento da la sensación de que aquellos sean meros accesorios del que contiene la verdadera sustancia, esto es, el tercero. 

Confío plenamente en que mis escasos lectores no se hayan extraviado en el dédalo que aparenta todo lo anterior. Si es así, les pido mil perdones y procedo a explicarles el porqué de tal embrollo. 

Que un pintor tan reconocido como Friedrich ocupe el interés de un escritor como Ángel Olgoso es notoriamente sintomático. Durante el relato que nuestro autor sitúa hábilmente en las memorias de un tal Johann Graff-Schleier (teólogo, pintor, botánico y diplomático) la trama se resume en algo tan sencillo y a la vez tan lleno de sentido como el obsesivo intento de captar la belleza de la luna. Friedrich acude durante tres noches, acompañado del (entonces) joven Graff-Schleier, en busca del lugar idóneo donde tomar apuntes del natural, con el objetivo de transponer al lienzo la mágica pesencia del modesto satélite. En cuanto al argumento, no hay mucho más que destacar. Tan sólo aclarar que el alumno Graff-Scheier nunca llegó a heredar el genio de su maestro, por más que éste aprovechara las horas que compartieron para -nada más y nada menos- explicarle el sentido del arte. 

La imitación esclava de la naturaleza y la ejecución rigurosa son propias del arte malogrado, dice Friedrich, la imagen debe recordar al original, insinuarlo, ocupar a la fantasía mucho más que satisfacer al ojo. 

En esas palabras, el escritor nos revela el secreto que todo artista debería conocer y deducir: la realidad debe ser observada con absoluta subjetividad y reescrita huyendo de la pretensión fotográfica, pues ni siquiera el objetivo de la cámara recoge lo que hay, sino aquello que el fotógrafo decide encuadrar. El objetivo no es tan objetivo como puede parecer. 

La pretensión de algunos escritores realistas decimonónicos de narrar los hechos sin establecer juicios de valor, es poco menos que un acto de arrogante ingenuidad. El autor existe para reinterpretar el mundo, para enriquecer al lector con otra mirada diferente, e incluso opuesta, a la suya. Ni siquiera el hiperrealismo pictórico más acérrimo ha conseguido establecer una neutralidad en las imágenes que intenta reproducir al mínimo detalle. Y si tal cosa fuera posible -que no lo es por la misma razón que la expuesta con la fotografía- ¿qué sentido tendría una obra que sólo se sostuviera sobre el mérito de la copia exacta? Nada sería más utópico, más fantástico, que el sueño de mostrar las cosas tal como son. Y no hablemos del tedio que acabaría produciendo algo que se puede captar directamente del modelo. 

En las palabras que pone en boca del pintor Friedrich, Ángel Olgoso se retrata a sí mismo, nos muestra su hoja de ruta -de forma solapada, eso sí- tal vez con la pretensión de defender un concepto del arte que, lamentablemente, no se ha generalizado. Puede que la confusión que reina en el mundo de la literatura, donde las querencias comerciales se han estancado en los parámetros decimonónicos, tenga algo de positivo. La literatura no está al alcance de todos, eso es cierto, ya que el talento debería incumbir tanto al escritor como al lector. 

El lector medio no dispone del mismo acceso a la lectura de entretenimiento que al verdadero placer que proporciona la literatura inteligente. Delimitar la belleza estilística, diferenciándola de la torpe cursilería, daría lugar a estériles debates que jamás llevarían a buen puerto. 

Tal vez nos queda confiar en que, estas mismas circunstancias históricas que han quebrantado la dignidad de las masas, nos devuelvan el brillo de la individualidad. 

A los que han llegado hasta el final de la presente -si es que se da la circunstancia- les pido perdón por la licencia, y prometo enmendarme en lo sucesivo, recuperando al menos parte de mi capacidad de síntesis. Confío en que la -¿posible?- lectura de las dos reseñas sobre la obra de Ángel Olgoso, no suenen a reiteración.

M. Tapia

José Luis y Ángel durante la presentación de "Breviario negro" Foto: Ángel Cabrera Fernández

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