He creado el Blog para compartir mi admiración por este singular escritor español, creador de un mundo propio, poético e inquietante, de una obra que trasciende los límites del género breve, del simbolismo y de la literatura fantástica. (Marina Tapia)

domingo, 25 de febrero de 2018

Crisálida

En relación con el necesario cambio social en la igualdad de género al que estamos asistiendo (ojalá sea definitivo para que, de una vez, deje de haber existencias menores), rescato este vertiginoso relato de Breviario negro, Crisálida, cuyo protagonista es una mujer y en el que se habla de la necesidad de un nuevo comienzo. En él, de una manera veloz pero sutil, mediante un zoom o un gran angular, Ángel nos pasea por la historia de la humanidad, invitándonos a mirarla con otros ojos. Pienso que la mano que mueve suavemente el ovillo nos dice, de alguna manera, que la miremos también a ella, que la historia también la hacemos nosotras. 


Acompaño la entrada con algunas de las fascinantes pinturas de Remedios Varo.


CRISÁLIDA 

A Lidia Morales 

A regañadientes, la mujer siguió el consejo de sus allegados: concederse un respiro y subir hasta el mar para purgar el daño de su reciente separación. No lo veré más. Sin prisas, en esa nube de dolor que ya creía vitalicia, metió maleta, viaje, pastillas y vacío. Su cuerpo sufría fatiga de materiales y ella se sentía insignificante, inerme. Tenían razón, cada segundo de más transcurrido en los lugares donde su vida había sido escamoteada sólo pondría, una vez y otra, vinagre sobre las heridas. No lo veré más. Se asomó a la ventana del apartamento, a la plata licuada y misteriosa, y experimentó una profunda lasitud, zarandeada suavemente, desprovista de memoria, a la deriva con las olas del Mediterráneo. Pero no necesitaba una calma redentora, ni consumirse en la ausencia o los recuerdos. Necesitaba abrir otra puerta, ganar lo perdido, la delicia de una expectativa, de un nuevo comienzo. No lo veré nunca más. Un estado distinto, propicio, germinador. Un dado por tirar. Al bajar la cabeza para abrocharse la rebeca y protegerse del frescor de la brisa, reparó en una hilacha suelta de su manga izquierda.


Había tirado un poco de ella cuando, sin posibilidad de saberlo, en Río de Janeiro, Sarah Bernhardt vuelve a representar Tosca y salta desde tres metros de altura sobre el colchón de plumas escondido en la tramoya, haciéndose añicos la rótula. 

La mujer tiró un poco más de la hebra y, justo en ese momento, en la residencia Longwood House de Santa Helena, Louis Marchand administra a Napoleón diez granos de calomel diluidos en agua azucarada, golpe de gracia ordenado por el conde Montholon -con el apoyo exterior de Hudson Lowe- para asesinar al Emperador. 

Tiró otra vez ligeramente y entonces, no bien abandonan el barco negrero a golpe de látigo, los esclavos, aprisionados con grilletes, se arrojan en su desesperación al suelo del Nuevo Mundo y comen tierra de puro miedo. 

La mujer tironeó de nuevo el cabo de hilo y William, el hijo del guantero John Shakespeare, se da vuelta en el camastro y maldice al cirujano que, poniéndole sanguijuelas bajo la camisola abullonada, lo trata de su dolorosa perlesía del escribiente. 

Con cierta curiosidad tiró una vez más y, en las calles de Rávena, sus vecinos paran a Dante para comprobar si ha regresado del Infierno con la barba chamuscada. 

Volvió a tirar de la hilacha y, durante uno de los insensatos banquetes que solía ofrecer Heliogábalo, algunos de sus comensales empiezan a asfixiarse bajo una lluvia copiosísima de pétalos. 


La mujer tiró otro poco y, clavado en una cruz de madera de olivo, quizá buscando repuestas o confortación antes de expirar, un ajusticiado clama sus últimas palabras: Eli, Eli, lamma sabachthani. 

Tiró de nuevo del hilo y, al mismo tiempo, Julio César llega al Capitolio seguido por cuarenta elefantes con una antorcha en cada trompa, enjaezados con penachos en los cascos y gualdrapas doradas y púrpura. 

La mujer volvió a hacerlo y Sófocles dirige ahora, a sus dieciséis años, un coro de efebos vestidos con clámides blancas que celebra la victoria de Salamina. 

Tironeó otra vez de la hebra y, en la entrada de la caverna que le sirve de refugio, un hombre velludo, simiesco, gruñidor, arranca una chispa a un trozo de pedernal. 

La mujer dio el último tirón ignorando que, momento por momento, el mundo se puebla de glaciares, de volcanes, de murallas de fuego y mares de azufre, en el que al fragor hirviente le sucede un silencio mineral, primigenio, cósmico. 

Y cuando terminó de devanar -durante un instante infinito- esa larga hilacha hasta el final, procedió a cortarla con los dientes, limpiamente, como acababa de desprenderse del ovillo de su vida pasada, despojo arrastrándose con la pleamar lejos de la tierra quemada, crisálida inaugurando un nuevo comienzo.



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