He creado el Blog para compartir mi admiración por este singular escritor español, creador de un mundo propio, poético e inquietante, de una obra que trasciende los límites del género breve, del simbolismo y de la literatura fantástica. (Marina Tapia)

domingo, 11 de marzo de 2018

Rosalía

Le pedí a Ángel unas palabras para celebrar el Día de la Mujer y él ha escrito este emocionante texto en que recuerda a su madre, Rosalía Olgoso Roldán. Remato la entrada con su relato Suero (Las frutas de la luna), concebido durante los últimos días de ella.





ROSALÍA


Tu recuerdo, madre discreta y delgada como un pajarillo, nunca se deshará en fino polvo de olvido, latirá vivo, infiltrado para siempre como esas cálidas lágrimas que brotan hacia adentro y se transforman en bálsamo, como escenas, objetos y señales que se tienen en pie por la impronta del cariño: las cerecillas negras de tus ojos, tu cesta de costura, la revista Santa Rita, tus zapatillas eternas, tu dulce aspereza atareada, el revuelo de los vencejos sobre las azoteas, las meriendas frugales, tu concentración de castor con el hilo y la aguja, las tardes de lluvia interminable tras los cristales, tu mirada de tierna melancolía, tus fugaces llamas de picardía, el monótono son de las campanas dando las horas, las cartas de la tía monja desde Puerto Rico, el picón en el brasero, tu pelo con la sorprendente permanente en días de celebración, el pilar grande de la plaza, tu fatalismo, separando las piedrecitas de las lentejas, cargando con el reclinatorio para misa, la pérdida de tu alegre hermano Nicolás en el frente de Teruel, amasando jabón de sosa en el lebrillo verde, el penetrante olor a cebolla y a entraña de la matanza, paseando del bracete con tus primas bajo las moreras de la carretera, la lumbre alimentada con garrotes y paja de habas, encalando la fachada con brochazos de olor a limpio, las sillas de anea a la puerta de casa en las noches de verano, sosteniendo el hogar con la fortaleza de un alma temblorosa, tu reticencia a hablar, tus manos repeinando mi flequillo, desfibrada sin que nos diéramos cuenta como una tira de cañadul entre los dientes, tu sonrisa radiante, cósmica, al reconocerme por un momento en los últimos días de hospital, pequeñas señales sólo visibles para un hijo, enhebrado hoy a ti, madre, calendario veraz.

Te mando un guiño de entrañable complicidad, madre sufrida, acarreando toda la vida el luto de la desgracia, la menor de una familia numerosa, criatura menuda trabajando sin descanso desde los siete años, primero lavando la ropa de tus cuatro hermanos jornaleros en las frías aguas del lavadero de Cúllar Vega, doblegada sobre esa ropa tan tiesa que se quedaba de pie por el contacto diario con las ásperas hojas del tabaco en los marjales y en los secaderos, y luego el yugo de treinta años tras el mostrador de la tienda de comestibles, más la servidumbre de un hijo y dos hijas, sin horarios ni expansiones, en silencio, sólo el largo collar de pena y resignación, lamentando para ti haber podido asistir sólo unos meses a la escuela que tanto te gustaba, lo suficiente para aprender a leer y a escribir con cierta dificultad, tú que te llamabas como Rosalía de Castro... 

Tu recuerdo, madre prudente y delgada como un pajarillo, nunca se deshará en fino polvo de olvido, latirá vivo, como todo lo valioso que me legaste, el gusto por el conocimiento y los libros, la discreción y el orgullo de firmar con tu apellido.




El parto había sido difícil y la noche larga. Con un gorgoteo inaudible y regularidad de metrónomo, como una estalactita que destilara su eterna gota, el suero remontaba el curso de las venas de A que, resudando, hinchada todavía la tripa, intentaba acomodar a la recién nacida, B, para darle el pecho. El médico ordenó que se hidratara a A con suero glucosado y que, cuando estuviera descansada, le llevaran a su hija. En torno al hospital comenzó a escucharse el rebullir de la mañana, el gorjeo de los pájaros y, a veces, el ruido del tranvía. La claridad del día penetraba con determinación a través de la persiana para concentrarse, como relampagueantes alfilerazos, en el cristal bruñido que contenía el suero. A, harinada aún de sueños de jovencita y de blancura de ajuar, deseó que su marido estuviera con ella y no en un camión o en un oscuro almacén, que la ayudara a sobreponerse, que compartiera su frágil plenitud. Era un deseo tan hondo que le llegaba hasta la médula, y tan natural que creyó contemplarlo ahí, a su lado, solícito, arreglándole cuidadosamente el pelo con el peine empapado en su loción de violetas. Creyó ver cómo aquel hombre hecho de vello, tesón y pocas palabras, acercaba muy despacio su tosco rostro para besar la cabeza de la niña, cómo volvía al trabajo tras dejarle un acarminado ramo de flores en el repecho de la ventana y, en el armarito, la bata color azul anunciación. A notó una mansedumbre animal, una deliciosa lasitud a medida que B terminaba de mamar. Bocarriba, acunada entre los brazos de su madre, la recién nacida entreabrió los ojos por primera vez y los fijó en el recipiente translúcido del suero que flotaba, como una enorme y compacta gota de rocío, a un lado de la cama, en aquella infusión de la que parecía emanar una luz propia e hipnótica. 

Remedios Varo

Pasaron los años, se acometieron mudanzas y obras, se sucedieron alegrías y preocupaciones, las fugas felices de cada verano y el desierto de las tardes de domingo. Una vida familiar sin demasiadas aristas, lastimada sólo por rutinas, fallidas aspiraciones o culpabilidades sin dueño, hasta que llegó el sobresalto y la congoja cuando ingresaron a A para operarla del pecho izquierdo. A vio crecer a B y, como todas las madres, comprobó orgullosa que aquella criatura recental tomaba el relevo y se adueñaba en parte de sus rasgos. La vigiló con mimo, asistió a la floración de su cuerpo y a la metamorfosis de una niña callada en una muchacha espontánea con pujos de rebelión. Poco después de una escena de recriminaciones, a A le detectaron la sombra. B, aterrada, tomó con fuerza las manos de su madre antes de que la camilla traspasara la puerta que lleva a los quirófanos. Imploró para sí, acusó el renacer de la absoluta devoción que siempre había sentido por A, e insistió ante su padre en quedarse con ella esa noche una vez que la trasladaran a la habitación. De la mano del remordimiento, B descubrió que había dejado atrás el refugio de un cálido invernadero, con sus olores inolvidables, y entrado sin brújula en el mundo, un lugar ingrato que se preveía de desolación, aguijones y embestidas. Al otro lado de la ventana del hospital declinaban el sol y el tráfico. A dormitaba pero, a menudo, enviaba señales de lancinante dolor. En el silencio de la noche se turnaron ronquidos sincopados, algún sollozo, un bufido como de potrillo con pata rota. B pasó las horas en el rígido sillón: acechó la sincronía de las gotas, contó el número que caían por minuto en la reluciente cámara de cristal, llamó a la enfermera de guardia para que sustituyera el gotero vacío, buscó rastros de fiebre en la frente de su madre. Vuelta hacia A, cambiaba de postura lo que permitía el asiento y, con extenuante atención, a la débil luz que se filtraba bajo la puerta desde el pasillo, seguía la corriente diáfana que nacía entre los destellos de la botella de suero, el precipitado que atravesaba el tapón de caucho, la solución que descendía casi inmóvil por la alargadera a verterse en la vía venosa, la burbuja agazapada que quería desovar bajo la blanca argolla de gasa y esparadrapo. 

Remedios Varo

Pasaron los años. Nada detenía el borbotón apresurado de los días ni sus monótonos coágulos de lluvias y calinas, de teléfonos y despertadores, de trabajo y compras, de comidas y baños, de horas bajas y soplos de vehemencia. A se repuso y, entre revisión y revisión, avaló a B en sus primeras citas, imaginó besos, tuteló palpitaciones e incertidumbres. Luego la vio enamorarse, amagar compromisos y casarse con un administrativo estrecho de hombros. Sin dejar de visitarse todos los fines de semana, cada una hacía su propia vida cuando B se quedó embarazada y dio a luz, con esa felicidad acorchada del nacimiento por cesárea, en el hospital donde ella misma vino al mundo. A media mañana, mientras su yerno salía a desayunar y estirar las piernas, A, resuelta, volvió a armar su mundo alrededor de B, mirándola con un afecto entre ufano y dulce. Aprensiva como era su hija, A le distrajo el dolor sonriendo ante el guiñapo de su lozanía, le mulló la almohada, se obstinó en solicitar otra analítica, cambió el agua al hermoso ramo de rosas y ayudó a B a volverse sobre el costado. C, la recién nacida, continuaba en la incubadora, pero la abuela no dejaba de glorificarla con la cara encendida de contento. Por la ventana entornada se colaba el calor de un verano prematuro, el estrépito del tráfico y el destemplado ulular de las sirenas de ambulancia. De pronto, A presionó el pulsador que colgaba del cabecero de la cama: una diminuta marea roja había retrocedido y enturbiado el tubito flexible sobre el dorso de la mano de B. Poco después, el enfermero de suaves maneras que acudió a detener el reflujo maniobró tranquilamente en el lugar de punción, purgó el aire, reguló el ritmo con la ruedecilla y se marchó. B, algo soñolienta aún tras la operación del parto, reparó en la bolsa de suero a la que estaba unida. Por momentos, creyó que su luz familiar, su fulgor de fanal marino, de faro con memoria que parpadeaba al moverse, su leal goteo rítmico de minúsculo y finito salto de agua, le otorgaban una vaga sensación de consuelo, de invulnerabilidad.

Remedios Varo


Pasaron los años, efímeros como flor de azafrán. Contra el matrimonio de B, la turbulencia de los días y de las noches arremolinó camas a medio hacer y citas pediátricas, fotografías y juegos, trabajos escolares y viajes. Y a las ráfagas compartidas de pasión y tibieza, de besos y defectos revelados, le sobrevinieron ahora, en la mitad de su vida, las sospechas, los rasguños, la obsesión, las lágrimas, el desamor. Mientras tanto, C le ofreció un apoyo incondicional y A envejeció inapelablemente. Su madre se había vuelto quejumbrosa, desvalida, y enfermedades silentes la fueron secando como a un tronco. Aunque B le organizaba la medicación semanal en el pastillero, aunque la alentaba sin descanso y procuraba sacarla a diario de su reclusión, cuando aquella nube oscureció el cerebro de A fue como si hubiera caído al agua desde un barco y su hija, horrorizada, la viera alejarse sobre las olas, meciéndose ausente a la deriva. Con medio cuerpo paralizado, el entendimiento plegó sus alas, sus miembros no atinaban y apenas podía hablar o reconocer a alguien. En el hospital tampoco pudieron detener la devastación: el rostro de A, al principio emborronado por una cierta hinchazón, no tardó en insinuar los huesos bajo la piel y, las últimas semanas, debió ser alimentada con suero. B, sorprendida en una tristeza antigua, de cuando su madre estuvo convaleciente con la tumoración, no se apartaba de su lado, excepto los días que lograba traer a su padre, cargado siempre con una pesada maleta de angustia, silencio y soledad. C, que había aplazado los preparativos de su boda, las visitaba todas las tardes a las cinco y, acodada en la barandilla de protección de la cama, examinaba con ternura a su abuela, tratando de adivinar los recuerdos repegados al nublo de sus ojos hundidos en las órbitas, de avistar el precioso sedimento de vida oculto bajo sus mejillas consumidas. En esos momentos, B, presintiendo la voz quebrada, solía volverse hacia la ventana con rabia e intención de abrirla de par en par: necesitaba que el aire y la luz del exterior disiparan de una vez el padecimiento de su madre, que conjuraran mágicamente el peso que la aplastaba a ella. Pero sabía que afuera no hallaría más que un mar uniforme de polvo gris, un paraje donde todo se extenuaba, donde los pájaros, las nubes, el tráfico y los transeúntes permanecían borrosos, inmóviles, minerales, en una oscuridad perenne con leve ruido de lava. Muy raras veces A miraba fijamente a su hija, sin embargo su expresión indicaba que ni siquiera estaba allí. Como su mal no permitía las palabras ni las despedidas, B custodiaba a su madre acariciándola como a un gorrioncillo entre las manos, buscando un repentino asomo de reconocimiento, ansiando un guiño cómplice con la expectación, con la pétrea impaciencia del dueño de un pequeño negocio a la espera de que un cliente atraviese por fin la puerta. O, cuando se encontraba animosa, le friccionaba las piernas en un intento de que aquellos palitos ennegrecidos cobrasen calor. O se concentraba de nuevo en el discurrir del suero, y lo percibía como un cordón umbilical, como una telaraña tendida hacia el interior del cuerpo yacente de A mediante un hilo líquido, mudo e inmemorial, como un finísimo acueducto, emisario de esperanza. Consideró además, durante unos instantes, que la lenta velocidad del goteo era idéntica a la veloz lentitud de la vida, que tan implacable resultaba una decantación como la otra y que, con la solución que fluía desde el recipiente, huían para siempre las miradas y los alborotos, las caricias y las reprimendas, los consejos y los secretos, las conversaciones despreocupadas y los pensamientos leídos, las llamas de la complicidad, dejando sólo los quebradizos rescoldos del recuerdo. B pasó horas, días, semanas en el incómodo sillón. La última noche, la noche de las agonías serenas y los corazones crispados, A llamó débilmente a su madre como si fuera la misma niña de hace setenta años, y en vano probó a elevar el brazo amoratado por el catéter. En la madrugada, la cadencia del suero pareció precipitarse. B, vencida unos minutos por el sueño y el agotamiento, pulsó el timbre para avisar a la sala de guardia. Se acercaba el fin de la fuga y aquella gota, inmaculada, postrera, comprimida en un solo punto de su firmamento, vibró y centelleó en la semioscuridad. Una expresión de doloroso asombro revistió levemente el rostro de A antes del estertor. Y mientras daba paso a la primera lágrima, incapaz de negarse a su llamada, B volvió a fijar los ojos en el vacío contorno del dispensador, en la enorme y diamantina gota de rocío de la que seguía emanando una luz propia, hipnótica, que la esperaba paciente.

Roser Bru

3 comentarios:

  1. ¡Qué hermoso el texto "Rosalía" dedicado a la memoria de su madre! Conmueve la gratitud, exquisita sensibilidad y humildad del escritor Ángel Olgoso.

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  2. Angel Olgoso tu amor de hijo enaltece a tu madre y a todas las mujeres del mundo. He sentido el goteo del agua bendecida, la emoción del amor de un hijo agradecido y el cordón umbilical que une las generaciones de la vida. Mi corazón llora emocionado

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  3. Un millón de gracias, querida Lilian, por tus hermosas palabras. Conmueve saber que algo de lo que uno ha escrito puede tocar el corazón del lector. Un abrazo fraternal.

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